El Empleado

8.16.2007

Diez: Olor a café y vino tinto



a Cacho Falomir, con todo el cariño de mi infancia

El tiempo se detuvo como en la plaza de un pueblo. Por unos pocos minutos nunca había tenido la mente tan despejada ni se había sentido tan vital en largo tiempo. Hizo un pequeño esfuerzo por mantener esa sensación. Los sonidos de la redacción de Clarín desaparecieron. Se quitó los lentes de mirar de cerca y los guardó en el bolsillo izquierdo de su saco a botones que alguna vez conoció la moda y el lujo.

Uno de los nuevos redactores se acercó para almidonarle los años y la experiencia de un viejo lobo de prensa. Inclinó su cabeza como sólo él sabia hacerlo, mirando desde abajo como el doctor que examina un caso perdido. Lo paró en seco y el “revistero” apretó fuerte la mirada y se percató de que estaba interrumpiendo algún glorioso pensamiento desapareciendo minutos después entre los papeles y el sonido de los teléfonos.

La calle Maipú lo encontró con ese frío de Junio de Buenos Aires que sólo los tangueros logran entibiar a fuerza de voz carrasposa. Los mocasines sin cordones eran como hojotas en una vereda baldeada. Hundió su quijada en la bufanda de cuadrados azules y rojos. Cacho, el escosés (apodo que le cuadra más por su afición al whisky que a las polleras y a las gaitas) gallardo y resuelto combatía el frío polar de la vieja Reina del Plata.

El subte A lo encontró en el Café Las Violetas. Se reunió allí con un hombre alto de barba y cara de niño. El hombre alto llevaba unos lentes cuadrados negros que se sostenían milagrosamente gracias al puente de una cinta adhesiva color blanco. Pidieron dos cortados.

Escuchar al Pelado era como abrir una Enciclopedia que lleva centurias guardadas en el caserón de una estancia de alguna bisabuela de buenos modales y varios billetes. Su risa era equiparable a sus puteadas y los 4370 se apagaban en sus dedos al ritmo del paso fugaz de las horas.

Allí estaba yo, con mi campera “adidas” verde, peinado a la cachetada, callado observando como los dos grandes hombres tomaban su café y rompían el silencio a carcajadas bajo las miradas cómplices de mozos de antaño y el horror de las de ancianas maquilladas con olor a talco. Nunca supe muy bien porque disfrutaba tanto esos momentos. Recuerdo nombres que alguna vez otra persona culta también ha mencionado quizás en la Universidad. También recuerdo las noches de embriaguez a la luz de veladores, el olor del café haciéndose y la calidez de un sofá de cuadrados marrones y blancos. Recuerdo las migas de pan en la mesa y las manchas de vino tinto de muchas reuniones y grandes anécdotas. Recuerdo el olor a Parissiens en la casa.

Antes escuchaba realmente. Era un buen escuchante. Mis oídos han perdido la costumbre o quizás simplemente se cerraron para no dejar escapar cada una de esas palabras que sólo el Cacho Falomir sabía pronunciar con cierto sarcasmo e ironía entre una mezcla de canillita y sabio de oriente.

Ahora ya con mis 30 años encima entiendo varias cosas de las que hablaban en aquellos rincones de mi infancia. ¿Podré alguna vez siquiera volver a sentir aquella admiración?¿Podré convertirme en un relator tan magnífico y gallardo? No lograrán convencerme ni el tiempo ni la ausencia de que el Pelado no sigue allí con el Fantasma conversando en el Café de Las Violetas. Si cada vez que paso por esa esquina los veo como siempre. Las mesas y las sillas son testigos y los vitró seguramente guarden el eco de aquellas agudas palabras y estridentes carcajadas.

8.14.2007

Nueve: Historia en el viento



Hace mucho tiempo, cuando no existían las palabras y las historias se desparramaban en los sonidos de los vientos, el mundo estaba habitado por inmensos y sabios seres amigos de la lluvia, los animales y las flores.

Estos seres de roca añeja y musgos recorrían la tierra con el único fin de buscar su lugar en el mundo; para una vez allí, pasar el resto de sus días. Algunos de ellos, los pocos, no conformes con lo habitado en la tierra sucumbían en las grandes alturas, allí donde el clima es frío y hostil y los hombres ya no encuentran ni siquiera un mínimo aliento de respiración. Cuando esto sucedía otros amigos, tratando de convencerlos de su inútil búsqueda de tocar los cielos, perecían junto a ellos formando así, en un abrazo, grandes cadenas de cuerpos inertes.

Otros de estos seres, en cambio, deambulaban por muchos lugares y con cada una de sus pisadas, formaban grandes huecos que luego la lluvia llenaría para darle vida a lo que luego sería conocido con el nombre de Lagos. De andar cansino, estos poderosos seres se comunicaban con los vientos y con todo lo que los rodeaba. Muchas veces, creyendo encontrar su lugar, se quedaban por largo rato dormidos o simplemente observando lo maravilloso del mundo dialogando con los árboles, el pasto, los animales y las rocas menores que se les aproximaban como los pájaros a los hipopótamos.

Miles de estrellas se habían apagado sucediéndose las noches y los días de estos poderosos habitantes hasta que, finalmente, sólo dos de ellos quedaron vivos. Caminaban juntos de la mano por el mundo observando a sus amigos que yacían pasivos enterrados en la misma tierra, siendo el refugio de aves y árboles. Luego de caminar por cientos de años y embebidos en una gran melancolía; Aña, su compañera de ruta, enfermó gravemente.

Se detuvieron en un valle desértico y arenoso, de escasa vida y árboles muertos. Día a día la tristeza embargaba a Aña que no pudo seguir mucho tiempo más. Pasó varios años agonizando, y su compañero, sosteniéndole su mano le hacía compañía año tras año en respetuoso silencio y amor, de aquel que sólo conocen aquellos que han pasado mucho tiempo juntos. Con el último aliento de su vida, Aña comprendió que siempre había estado en su lugar en el mundo. Ese lugar era junto a su incansable compañero de viaje que paciente pero inexorablemente seguía su lado en su lecho de muerte.

Creyó injusto Aña guardar su secreto hasta la eternidad y, cómo estos seres no se comunicaban entre sí salvo raras ocasiones, con sus últimos suspiros le dijo a su pareja que no sentía tristeza por no encontrar aquel lugar, porque aquel lugar la había seguido en todo su camino por su larga y vetusta vida. Dicho esto, Aña durmió para siempre.

Todavía en silencio su pareja seguía sosteniendo su mano y la observaba con imperturbable espera. Y así estuvo esperando con incansables esperanzas que su pareja despertara de su largo descanso. Pasaron miles de años en aquel desierto. Mont, así era su nombre, entendió entonces que ella había iniciado su descanso eterno. Con gran tristeza decidió recostarse a su lado esperando también él su final. Tal fue la tristeza que la lloró aún después de cientos de años en que el sueño eterno también lo había alcanzado a él. Su llanto interminable se convirtió en río, que cubrió el desierto y llenó de vida el páramo. Y así fue que de llanto surgieron las flores, los pastos y crecieron las semillas y nacieron los buenos árboles donde luego anidaron las primeras aves.

Así el desierto se transformó en Valle y el viento, un viejo amigo del mundo, susurró por el mundo la historia de esta pareja hasta que los tiempos olvidaron sus nombres. Dicen que si uno es atento, todavía el viento cuenta su historia en las alturas (que es en el único lugar donde verdaderamente se escucha) y se puede apreciar desde allí a los dos gigantes que abrazados lloran el río. Los más escépticos los llaman montañas; pero los que verdaderamente observan y escuchan pueden verlos siempre alrededor de los valles y en las Sierras de Córdoba.