El Empleado

7.29.2006

Uno: Subterraneo


La cabeza me estalla mientras camino por las calles atestadas de bocinas frenéticas. Mis pensamientos siempre son violentos y pesimistas, angustiados, con cierta inclinación a predecir un futuro inexistente. Esperando el mañana se me pasan los días. Siempre espero. Espero que vaya mejor, espero tener más dinero, un reconocimiento, fama, espero trabajar menos. Es gracioso que trabaje mucho para trabajar menos. Ilusiones.

Tomo el subte. Hay cientos de caras donde creo ver horas de oficina, trabajos inconclusos, estupideces, algún romance, una vida tibia en varias caras amargas. Luego están los que aparentan: los de traje de quinientos dólares, zapatos negros, bronceados de solarium de quince pesos. Cuentas y números. Les gusta hablar rápido por celular, mirar el reloj constantemente, poner cara de desaforados e ingresar luego a su casa de alquiler con las paredes necesitadas de pintura.

Pasan las estaciones, Pellegrini, Uruguay, Callao. Un ucraniano de dos años me da la mano y un beso (alguien le enseñó que el contacto físico establece una relación) y somos varios que pretendemos salvar nuestra bien cuidada clase media con una moneda de un peso. Futuro vino barato, futuros puchos sueltos, una sopa de verduras o muchas golosinas. El mundo no cambia más dice una señora por lo bajo mirando con cara de asco de verano en Pinamar con mucho esfuerzo y una amiga de esposo pudiente. Es verdad, las cosas no cambian más.

Molinetes y un cartel de “La Lucha Sigue Compañero”. No hay forma de que no se jodan todos, porque nunca se joden algunos, siempre todos. En la calle la gente plaga los supermercados chinos, las verdulerias y las luces de la calle son tristes, y más que iluminar ensucian la atmósfera de la ciudad atabacada.

Camino por el barrio. Los porteros rinden culto al onanismo de cada teta o culo que se atraviesa. Sus esposas cocinan y piensan en un peinado, en vestido y zapatos y en pagar los impuestos. Una niña de siete años hace su tarea sobre un mantel de plástico con cuadros azules y blancos. Los porteros ahora son encargados de chismes, de risa falsa y resignada, de cansancio de ver a los tipos de clase media mentirosa entrando con sus coches pagos en cuotas. Es una vida en cuotas, al menos dicen los números y los multimedios que hemos nacido endeudados. Mañana va a ser mejor, ya no vamos a deber más dinero, simplemente vamos a deber promesas. Mejor, las promesas no siguen ni el ritmo del dólar ni las palabras de los representantes de la política argentina.

Saludo al tipo que hace guardia a su vejez y espera su jubilación. Quizás algún día pueda asegurarse unos fines de semana sin trabajar. El ascensor sube rápido. Saco las llaves sin ganas. Voy a la habitación, prendo el televisor y me pregunto cuántos millones de personas hacen lo mismo todos los días. Vivo solo desde hace diez años y siempre he pensado que soy joven, que seré joven. Desde chico las amigas de mi madre, analfabetas del buen corazón, profesoras sustitutas, malas ama de casas con amantes, me le han dicho a mi madre: “tan chiquito y qué inteligente”. Nunca fui inteligente, fui lo suficientemente cagón y especulador para conservar mi lugar y aprovechar el momento. Antes era callado, ahora no. Siempre me ha fastidiado ese “saber popular” que dicta que las personas retraídas son grandes genios, o lo que es peor, genios en potencia. Es un ring de miradas astutas.

En el colegio era un mediocre. Ni el mejor, ni el peor. El desapercibido. El que va en el medio, el que se porta bien, el que no se nota. Un idiota. Hasta los quince o dieciséis fui un idiota inconsciente. Luego logré obtener un cierto grado de conciencia de mis limitaciones. Eso me convirtió en un buen especulador. Es notable cómo funciona la fórmula: disimulemos que pasa. Y pasa. Extraordinariamente pasa que no te pasa. Ni las lecciones de aritmética ni las reprimendas de tus padres.

Cuando uno es un buen tipo, las cosas pasan. De golpe me encontré con casi tres décadas. Mi vida se estancó de golpe. En absoluto, en realidad. Es como una bruma donde uno parece haberse quedado anclado. Y de golpe, sólo hace falta ponerse a recordar un pasado mejor. Las cosas cambian para seguir igual. Aún así, los chicos inocentes ahora fuman marihuana y cometen delitos menores.

En mi barrio, cuando era un pre adolescente no fumar era sinónimo de ser un boludo. Calculo que en otros lugares los ritos machistas son diferentes. Comencé a fumar a los 12 y hasta que observé consumirse por el cáncer de pulmón a un amigo. Luego vinieron las reflexiones. Uno hace todo ese tipo de reflexiones estúpidas. Somos héroes del momento. Grandes estadistas de las pelotudeces de los ajenos. Grandes cómplices de nuestro ego. Enciendo la TV. Un tipo de 40 años que se hace el adolescente y los demás creen que lo que dice es interesante. Grandes simuladores. Por suerte tenemos la televisión.